Un cuerpo piensa.
Una mente desea.
Una palabra vibra.
Ninguna práctica docente es neutra. Enseñamos lo que sabemos, desde lo que somos y desde lo que conocemos de nosotros mismos. Y lo que somos está atravesado por nuestros valores, nuestros miedos y nuestras heridas no resueltas.
En los abundantes textos del «deber ser» de la enseñanza, se puede observar una proliferación de valores que esta actividad debería encarnar: debe ser personalizada, centrada en el estudiante, fundada en valores, propender al desarrollo integral, ser ética, responder al contexto. Así, se multiplican las clasificaciones según distintos/as autores/as.
Sin embargo, cuando entramos al aula real, muchas de esas pretensiones quedan fuera, como si esperaran un milagro que las haga entrar. Todo estaría bien si los cursos tuvieran entre 15 y 20 estudiantes. Pero ese número es un ideal que rara vez se aproxima a la realidad.
Lo mismo sucede con los valores personales que encarnamos al enseñar. Si alguien nos preguntara, quizás diríamos que confiamos en el/la estudiante, que lo/a guiamos, que lo/a apoyamos, que deseamos que nos supere. Pero, ¿realmente es así? ¿O es una aspiración más que no se corresponde con nuestras prácticas?
Es necesario recordar que ninguna práctica es neutra. Enseñamos con la palabra, pero también con el cuerpo, con nuestros actos. Y esos actos están atravesados por nuestros valores, miedos y heridas. Incluso, muchas veces los valores implícitos en nuestras prácticas no son los mismos que decimos tener.
Esa incoherencia es percibida por los/as estudiantes, que son especialistas en leernos y tratar de hacer lo que creen que esperamos. Esa es la dimensión profundamente humana de la enseñanza.
Entonces, no se trata de decir “soy empático/a”, “fomento el pensamiento crítico” o “confío en el/la estudiante”, sino de encarnar eso en la práctica. ¿Soy empático/a cuando percibo que el/la estudiante me miente? ¿Fomento el pensamiento crítico si sigo viendo todo bajo el prisma del error? ¿Confío en el/la estudiante cuando más lo necesita, es decir, cuando menos “merece” esa confianza?
📌 Una escena cotidiana lo ilustra bien: un estudiante dice que intentó subir su trabajo final, pero que la plataforma falló. Cuando se consulta el registro del aula virtual se evidencia que ni siquiera accedió ese día. ¿Y ahora? ¿Qué valor se activa? ¿El del control, el de la sospecha, el del castigo? ¿O hay espacio para sostener la confianza, incluso cuando la evidencia dice lo contrario? ¿Qué se hace con lo que se sabe, con lo aprendido en el «manual de buenas prácticas» y con lo que se siente? ¿Cómo se combina la empatía con la responsabilidad, la escucha con el límite?
¿Cómo actuamos cuando un estudiante nos desafía o nos señala un error? ¿Qué hacemos cuando no estamos en nuestros mejores días pero debemos mantener la sonrisa en el aula? ¿Cómo respondemos cuando lo que planificamos no funciona, o cuando las resistencias al estudio se manifiestan con fuerza?
El verdadero valor de la enseñanza no está en el PowerPoint ni en la repetición de conceptos elaborados por otros/as, sino en las respuestas que damos en momentos imprevistos. Cuando el sistema se cae, ¿a qué nos aferramos?
El núcleo pedagógico del yo es la incoherencia, muchas veces inconsciente, entre lo que decimos que somos y lo que nuestras prácticas revelan. Por eso es necesaria la autorreflexión para identificar cuáles son realmente nuestros valores. En este punto, la Inteligencia Artificial puede ofrecernos una herramienta interesante. Por ejemplo, se le puede pedir a ChatGPT: “Dame cinco situaciones en el proceso de enseñanza y aprendizaje [en entornos virtuales] para que, a partir de la resolución que haga de ellas, puedas identificar cuáles son los valores predominantes que tengo como docente”.
Los resultados seguramente sorprenderán. Porque muchas veces repetimos lo que nos enseñaron en el profesorado, pero a la hora de enseñar, emerge el verdadero paradigma: lo que realmente pensamos sobre la enseñanza y el aprendizaje.
No podemos olvidar que el sistema educativo también atraviesa lo que sucede en el aula. Podemos valorar la libertad, pero los reglamentos son rígidos. Podemos valorar la autonomía del estudiante, pero las fechas de examen son inmodificables. Podemos querer escuchar, pero solo tenemos 45 minutos para hacerlo.
Por eso es fundamental analizar qué pasa también a nivel institucional, y cuáles son los valores reales que sostienen el modelo pedagógico vigente.
En definitiva, no se puede enseñar sin poner el cuerpo en el aula. Enseñamos contenidos, sí, pero también enseñamos con nuestras grietas, nuestras convicciones y nuestras contradicciones. Reconocer que es en el momento en que se rompe el guion donde nace la pedagogía real es el primer paso para transformar la enseñanza.
¿Qué valor decís que tenés como docente… y qué hacen tus manos cuando alguien te pone en jaque?
Hoy lo confirmé otra vez: la coherencia no es un estado, es un campo de batalla.
Y en el aula, yo también tiemblo, dudo, respiro, sostengo.
A veces fallo. A veces me muerdo la lengua.
Pero cuando logro no traicionarme, aunque sea por un segundo,
entonces sí… ahí enseño algo de verdad.
Si algo se encendió en tu orilla, podés dejar una palabra acá.
Toda palabra será leída con atención. Las que vibren, quedarán visibles.
Este diario no enseña: arde, camina, duda y escribe. ¿Seguimos andando?
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Hecho en Argentina con fuego lento.
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