Un cuerpo piensa.
Una mente desea.
Una palabra vibra.
Imaginá que estás caminando por una ladera. A lo lejos, bajo un árbol majestuoso, un hombre de vestimentas sencillas medita en silencio. Su postura es firme, su respiración serena. No importa el ruido a su alrededor, las distracciones, el bullicio de la multitud que lo observa con curiosidad. Él no está aquí. Ha trascendido. Está en contacto con su verdadera naturaleza, la misma que nos enseñó a reconocer.
Y entonces, al acercarte, lo ves sonreír.
No es una sonrisa cualquiera. No es de cortesía, ni condescendiente. Es la sonrisa de alguien que ha visto la raíz del sufrimiento y la ha disuelto. De alguien que ha comprendido que, al final, todo está bien.
Esa sonrisa no solo te ilumina el día. Quizás, sin que lo sepas, te ilumina la vida.
Porque la sonrisa del Buda no es solo un gesto. Es una enseñanza. Nos muestra que el camino espiritual no es una hazaña inalcanzable, sino un sendero accesible, cotidiano. No hay que escalar montañas ni retirarse a una cueva. Solo hay que preguntarse:
“Si el Buda estuviera frente a mí en este momento, ¿sonreiría con lo que estoy haciendo, con cómo estoy viviendo?”
Esa pregunta es una brújula. Si la respuesta es no, ya sabemos qué debemos cambiar. Si la respuesta es sí, estamos alineados con nuestra esencia.
Y si en medio de la tormenta, cuando todo parece incierto, recordamos que el Buda nos sonríe, algo dentro de nosotros se aquieta. Porque nada es tan grave. Nada es tan desesperante. No hay obstáculo lo suficientemente grande como para alejarnos de nuestra verdadera naturaleza.
Una vez sentí que el Buda me sonreía. Y en ese instante supe que todo está —y estará— bien. Porque el camino ya está trazado y la brújula siempre estuvo en nosotros.
Ayer bajo el árbol Bodhi, hoy a través de una pantalla, la sonrisa del Buda sigue iluminándonos.
Y con esa certeza, podemos seguir adelante.
— Ngawang Nyingje Dolkar, bajo el árbol
Que todos los seres de todos los mundos sean felices
De la tradición Sakya. No necesito más credenciales.